martes, 26 de junio de 2012

Halo Halo


Hasta ahora nunca he hablado de la gastronomía filipina, principalmente porque es pobre como las ratas tiene pocos platos verdaderamente típicos. Son más bien formas de cocinar, como el adobo, lo que diferencia la cocina del país, aunque sí se encuentran platos propios como el lecheflan, tan bueno que seguramente se habrá llevado por medio a algún diabético con poco autocontrol, o el bault. El balut es, sin rodeos, una guarrada descomunal. Se me ocurren pocas formas más de definir este huevo, que tiene dentro su correspondiente embrión de pajarito y que se clasifica según el estado embrionario del bicho de manera que, después de beberte el líquido, te comes un embrión más o menos desarrollado, desde pequeñito hasta ya un señor pájaro. Será lo típico que les de la gana, pero servidor se irá de este país sin probarlo. Yo ya he cubierto mi cupo de estas cosas con los insectos en Bangkok así que aquí me dedicaré al lecheflan y al ron Tanduay, que también es producto local, bueno, bonito y, sobre todo, asombrosamente barato.
¡¿Es, o no es asqueroso?!
Además del lecheflan existe un postre más tradicional de Filipinas: el Halo Halo. Intuyo que surgió cuando alguien se iba de vacaciones y tenía que terminar lo que le quedase en la nevera porque el postrecito en cuestión es un popurrí que lleva helado de ube (tubérculo morado que aquí les encanta, todo existe en modalidad “sabor a ube”, oye), judías, gelatina, queso, fruta, lecheflan…y no te meten el pájaro del balut de milagro. No está todo lo malo que podría, pero no seré yo quien se haga fan en facebook.
Halo Halo
Y de eso va este post, de Halo Halo de viajes. Ha habido escapaditas de fin de semana que, o bien las actividades, o los recuerdos que el Tanduay me ha dejado de ellas, no daban como para escribir sólo sobre eso, así que aquí van para no dejarme nada sin contar.

Allá por noviembre, tras uno de los tantos intentos fallidos de ir al volcán Pinatubo, cogimos los bártulos y nos fuimos sin tener muy claro ni dónde, ni qué habría, ni si encontraríamos algo para dormir. Al final terminamos en Locloc, en la región de Batangas. La primera opción fue quedarse en un hostal cutrillo con una playa diminuta, así que rápidamente pasamos del tema y un barquero nos llevó a un resort cercano. Cercano y fantasma, porque allí no se veía ni al personal del hotel. No prometía mucho el fin de semana, pero entre la piscina, la playa y la comida y bebida que nos vendió una señora de la aldea, salió genial. La aldea estaba llena de gente que dudo que hubiese ido muy lejos de allí alguna vez en su vida y que vieron el cielo abierto con un el grupito de blanquitos que dejó algo de pasta y además les entretuvo el fin de semana. Fue de los primeros contactos con la verdadera Filipinas, fuera de Manila. Ahí vimos que la gente era verdaderamente amable, además de grandes admiradores de las narices occidentales, pero que hacían cosas francamente raras como servirte la cerveza en un tupper con una bolsa de plástico  rellena de hielo.
¡Ni un alma en toda la costa!
Tupper de espuma cerveza con bolsita dudosamente limpia rellena de hielo. La chica majísima, eso es verdad.
En diciembre nos encontramos con otro fin de semana sin plan y, como quedarse en Manila a esas alturas no era garantía de éxito, nos pegamos el palizón de 8 horas de autobús para ir a San Juan, en La Union. Allí hay poco que hacer aparte de surf y fiesta, pero tampoco es necesario más. Pasamos el sábado haciendo surf y da gusto ver cómo uno consigue en un solo día lo que apenas pudo hacer en una semana en Portugal hace unos años. No sé si será porque la playa es más bonita, el agua no te congela la sangre o porque uno de repente ha desarrollado habilidades sorpresa para los deportes. El caso es que el surf es infinitamente más divertido cuando consigues ponerte de pie y coger alguna ola que cuando es la ola la que te coge a ti y te revienta a volteretas y tablazos, dónde va a parar. Igual que en Locloc, la gente encantadora y por la noche una fiesta entre San Juan y San Fernando que ya quisiera Manila, aunque de esto hay detalles escasos y difusos así que siento no poder profundizar más.
Unas mechitas rubias y ya surfero 100%
Después del clásico hostal cutre, encontramos este resort la mar de apañado
Allá tú si te ahogas, aquí no va a ir ni Perri a salvarte. No, no era la hora de comer. el cartel es permanente, pero ellos dirán que la torre queda monísimima en la playa así que es tontería quitarla aunque no valga para nada.
Majísimas las camareras, los cantantes de la banda...el pueblo en general.
En marzo fuimos a Camiguin, un sitio del que suele hablarse muy bien pero en el que a mí no me volverán a ver en la vida. Si algún día me fugo, ahorraos buscarme allí porque ya os adelanto que no voy a estar. No es que el sitio fuese malo del todo pero se juntó que hacía un tiempo de perros y que los que nos encontramos fueron unos hijos de perra difíciles de tratar. Cuando vas sólo un fin de semana no te sobra el tiempo así que hace bastante poca gracia que te engañen diciendo que tienen transporte disponible, te tengan esperando casi tres horas en mitad de la nada y luego sea mentira. Esto es muy común aquí, si no saben algo o no lo tienen, te mienten, te dicen que Yes Sir y se quedan más anchos que largos, lo cual tampoco es dificil porque tienen la estatura media de los pigmeos. Todo por no ser capaces de reconocer que no tienen ni pajolera idea o no tienen lo que quieres. No hay duda de que muy espabilados no son los muchachos, porque te pueden mentir con muchas cosas, pero cuando te dicen que va a llegar un jeepney y no llega, está claro que les vas a pillar y les vas a montar el pollo. ¿Qué pasa entonces? Que te miran con ojos de lerdo y cortocircuitan, tú les quieres reventar la cabeza por no espabilar y solucionar el lio que te han montado y…en fin, It’s more fun in the Philippines, según dicen aquí. No queda otra que mirar a otra parte, contar hasta todos los número que te sepas y solucionarlo tú mismo.
Quién quiere una casa en el árbol cuando puede tenerse un hostal en el árbol
Vista desde el saloncito del cuarto
Cuando un fin de semana esta gafado, no hay quien lo salve así que además de la aventura de los jeepneys, nos la intentaron colar con unas motos, nos cayó el diluvio universal, pinchamos una rueda…fantástico todo, la verdad. Menos mal que el hostal era muy curioso, con forma de casa en el árbol, y allí se estaba a gusto rodeado de lagartos grandecitos que se merendaban parte de la invasión de mosquitos. Al final, el domingo se arregló un poco la cosa yendo a White Island, que no tiene nada que ver con el resto de Camiguin y sus cataratas, vegetación enorme….pero que a mí me gustó mucho más. Está claro que soy más de playa que de de monte.
White Island, diminuta y con tiempo regular, pero aun así lo mejor de Camiguin
Por si tuvimos poco con los maratones de autobús de La Union y de Vigan, aún teníamos la oportunidad de calzarnos 12 horazas de viaje para ir a Batad y poder visitar las terrazas de arroz de Banaue. Al llegar, nueva filipinada con la recepcionista del hotel, que nos ponía mil y una pegas para darnos habitación. Al final descubrimos que el problema es que éramos un grupo mixto y la muchacha estaría asustada de que alguna saliese de allí con bombo. Mucho sentido en un país donde la tasa de natalidad sólo compite con la de alcoholemia.
Bajada hacia las terrazas
Las terrazas de arroz de Banaue son una de las visitas obligadas de Filipinas y también una de las escapadas más agotadoras, así que me alegro de haber ido, pero me alegro ahora que ya está hecho y no tengo que volver. No sólo es el bus sino que luego viene seguida la caminata de bajar por la montaña hasta el valle donde están las terrazas que, por cierto, no son nada cómodas de atravesar por lo estrechitos e inestables caminitos. Eso sí, las terrazas son muy bonitas y si se va en la época de cultivo, merece la pena la paliza. La vuelta de otras 12 horitas en un autobús, con un 50% más de gente que de asientos, ya es menos bonita, qué queréis que os diga. Si la del hotel hubiese visto que en muchos casos tocaba compartir el asiento individual con una persona de sexo contrario, no sé qué le habría dado a la criatura.
¡Verde que te quiero verde!
El último viajecito menor ha sido a Pagudpud, cerca de Laoag. Allí se pueden hacer bastantes cosas, siempre y cuando no te pille un tifón, en cuyo caso, aprovechas lo que puedes de playa y amortizas la piscina del hotel el resto del tiempo. Menos mal que era una buena piscina y que, de vez en cuando, tampoco pasa nada por pasar un fin de semana más tranquilito, que ya van quedando pocos meses de estar aquí pero la agenda se presenta igual de ajetreada y, quieras que no, este ritmo castiga mucho el cuerpo.
En la playa hacía malísimo, pero con este hotel, lo mismo da

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